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15/10/2024

Mario Puzo, el hombre que escribió El Padrino sin conocer mafiosos: deudas de juego, amenazas de Sinatra y un éxito inesperado

Fuente: telam

Su novela fue un suceso aunque nadie le tuviera fe. Creó a Don Corleone y la voz del capo le recordaba a la de su madre. Sobrevivía con lo que ganaba hasta que le pagaron una fortuna por la creación que luego llegaría al cine y se convertiría en uno de los clásicos del siglo XX

>Un éxito descomunal e inesperado, una novela escrita a las apuradas por un hombre que había perdido la fe en su oficio, que sólo iba en busca del siguiente contrato. Mario Puzo, tapado por las deudas de juego, llenaba página tras página para que algún editor le diera unos dólares para subsistir. Pero la rueda se había detenido. Ya casi nadie confiaba en él. Tan sólo uno de sus hermanos y su esposa.

Hasta que seco, sin mayores ideas, decidió hacer caso a un consejo que había odiado en el momento de recibirlo. Un editor le había dicho que ese mundo de su juventud era interesante pero que no alcanzaba para atraer a los lectores con correrías de chicos por la calle y conflictos familiares, que si iba a retratar a los italoamericanos en Nueva York debía incorporarle historias de la mafia. Puzo salió de la oficina enojado y sin un dólar de anticipo. El hombre no sólo había rechazado su trabajo sino que le había pedido que escribiera sobre algo de lo que él no tenía la menor idea: el mundo de la mafia. Unos meses después, comenzó a escribir su historia de mafiosos a pesar de no haberse cruzado nunca en la vida con ninguno. Ya nada volvería a ser lo mismo.

Mario Puzo tenía 46 años, cinco hijos, un trabajo mal pago y deudas por miles de dólares. Había publicado dos novelas que habían sido bien recibidas por la crítica e ignoradas por el público. Se ganaba la vida escribiendo relatos de aventuras en revistas para hombres. Había perdido hasta el nombre: esos cuentos los firmaba con seudónimo, una decisión originada por el pudor y como medida preventiva de protección de un prestigio del que carecía.

Luego de publicar su segunda novela le presentó con entusiasmo a su editor el proyecto de su siguiente libro. El editor le denegó un posible adelanto: había perdido las esperanzas de que su autor pudiera vender los ejemplares suficientes para, al menos, salvar los gastos. Pero ese editor le dio a Mario Puzo el consejo que iba a cambiar su vida para siempre, el de agregar historias de mafiosos.

Puzo y su anodina tercera novela fueron rechazados por varias editoriales. Mientras tanto, sus días eran muy parecidos entre sí: por las mañanas escribía para revistas para ganar algunos dólares que le permitieran llegar a fin de mes, por las tardes se dedicaba a sus hijos y a diferentes tareas hogareñas, y por la noche apostaba. La combinación entre intentar vivir de la literatura y la ludopatía solo puede conducir al desastre, a la bancarrota; no debe haber dos actividades más ruinosas. Hasta que un día, agobiado por las deudas de juego, puso en marcha su novela de mafiosos.

Con 150 páginas escritas salió otra vez a recorrer editoriales. Cosechó varios rechazos hasta que Putnam le ofreciera 5.000 dólares de anticipo. La cifra para cualquier otro hubiera sido exigua. A él le pareció un excelente trato, tanto que aceptó sin siquiera negociar.

Cobró un tercio de ese dinero, pero no se puso a escribir, a continuar la historia. No deseaba pasar tiempo con ese libro, ni siquiera pensaba en él. Hasta que llegó el momento de cobrar el segundo tercio; para eso debía mostrar nuevas páginas. Con esfuerzo logró un avance y volvió a recibir un cheque. Solo la necesidad de cobrar el resto hizo que finalizara su libro, que hasta ese momento se llamaba La mafia.

En Europa, los Puzo, cómo era de esperar, gastaron todos sus ahorros y varios anticipos que consiguieron extraer de American Express. En el casino de Montecarlo mostraron la unión familiar. Todos los miembros mayores de edad de la familia perdieron cada ficha que llevaban. El mismo día que arribó a Estados Unidos, Mario fue a la editorial a intentar sonsacarles unos dólares más. Llegó sin mayores esperanzas pero no tenía demasiadas alternativas. Sin embargo apenas ingresó percibió que algo había cambiado. Un súbito ataque de amabilidad había ganado a cada empleado con el que se cruzaba. En vez de esperar un largo tiempo en los sillones de la recepción mientras hojeaba revistas con dos o tres semanas de antigüedad, la secretaria lo recibió con una generosa sonrisa, le preguntó qué deseaba tomar y lo hizo pasar enseguida. El editor lo abrazó afectuosamente, como si lo hubiera extrañado en esas tres semanas de ausencia. La explicación llegó de inmediato. Lo habían desobedecido: el manuscrito había circulado. Y acababan de recibir una oferta descomunal: 375 mil dólares para la edición en paperback.

Inmutable, el editor le informó que había rechazado la oferta (una oferta imposible de rechazar). A esa altura, Puzo pensó que estaba siendo víctima de una gran broma hasta que el editor brindó sus argumentos: el récord en ese entonces para ediciones en rústica (tapa blanda) estaba en 400 mil dólares, por lo que él había exigido 410 mil dólares. No sólo iba a cobrar muchísimo dinero, sino que la operación se convertiría en noticia. Puzo asintió con la cabeza y salió de la oficina sin decir nada. Caminó por horas por la ciudad y recaló, como hacía siempre, en su bar favorito. A las diez de la noche de ese día, el bartender le pasó el teléfono. Había una llamada para él. Le informaron que el contrato estaba cerrado. Habían subido la oferta a 410 mil dólares, la cifra más alta pagada para una edición de bolsillo.

Luego Puzo llamó a su madre. Le tuvo que repetir tres veces la cifra porque la madre se obstinaba en entender que se trataba de 40 mil dólares. A la tercera vez, cuando por fin escuchó correctamente, la voz de la madre se puso seria y lacónicamente le dijo: “No le cuentes a nadie”. A la mañana siguiente, una de sus hermanas llamó a Puzo para saludarlo. “Me dijo mamá que vendiste el libro por 40 mil dólares. Te felicito”. El escritor después de aclararle el malentendido (tuvo que repetir la cifra tres veces), llamó a su madre para reprocharle el equívoco. La madre se ofendió, le dijo que ella había entendido perfectamente de qué cantidad se trataba, pero que era peligrosísimo andar divulgándolo por ahí. “Mejor mentir” respondió.

La madre de Puzo (y de otros once hijos) es importante en esta historia, y no solo por esta anécdota. Don Corleone le debe su fisonomía e historia a dos conocidos mafiosos de esos años, a Frank Costello y a Vito Genovese. Pero su voz, cada palabra que dice, el apego por lo familiar, la necesidad de que la familia permanezca unida, la rigidez, el juicio moral permanente y la indulgencia hacia los hijos, todas esas características de Vito Corleone, Puzo las tomó de su madre. “Cada vez que escribía un diálogo de Vito Corleone, tenía la voz de mi madre en mi oído”.

Dos años después de la publicación de su novela, Gay Talese, maestro del Nuevo Periodismo, publicó Unto the sons (Los hijos), una monumental investigación periodística sobre una familia del crimen organizado.

Lo curioso es que el crimen organizado terminó copiando a El padrino. Algunas costumbres que ya habían quedado en el pasado, que eran ritos olvidados en las prácticas cotidianas, fueron retomadas por los jóvenes gángsters. El doble beso, los rituales exagerados y otros gestos. Muchas de las frases pronunciadas por los protagonistas (los de la saga deben ser los filmes que más one liners y sentencias dejaron grabadas en la cultura popular de fines del siglo XX) se convirtieron en modismos habituales en el habla de los mafiosos. El léxico mafioso se nutrió de El padrino. La realidad imitó a la ficción.

Una digresión para continuar con las frases: tal vez la sentencia más repetida de la película, y proveniente de la novela, sea la de “Le haré una oferta imposible de rechazar”. Esa frase no provino de la imaginación de Mario Puzo, sino de sus lecturas. Es una adaptación bastante fiel de algo que escribió Balzac. Del mismo autor surge el epígrafe que Puzo eligió para abrir su novela: “Detrás de cada gran fortuna, hay un crimen”.

Los derechos cinematográficos de El padrino los había comprometido hacía tiempo, antes de terminar la novela, en su busca desesperada y constante por conseguir dinero para saldar deudas y satisfacer a sus acreedores. Peter Biskind, en su clásico libro sobre el cine norteamericano de los setenta, contó cómo el estudio se hizo con los derechos. “En marzo de 1968, Paramount tuvo la oportunidad de convertirse en propietaria de la opción por un manuscrito de 150 páginas firmado por Mario Puzo titulado La mafia. Puzo esperó nervioso en la antesala del despacho del jefe de producción del estudio, Robert Evans. Puzo era un gordo apasionado por los cigarros y el juego. Les dijo: ‘Debo once mil dólares. Si no los consigo, me van a partir un brazo’. Evans recuerda: ‘Ni siquiera leí el libro, no me interesaba. Le dije: ‘Tomá doce mil dólares y escribí ese libro de una buena vez’”. El escritor niega esta versión, pero lo cierto es que Paramount se quedó con los derechos por un valor nimio para las posibilidades comerciales del libro.

Luego, lo que todos sabemos. La saga más famosa y prestigiosa del cine moderno. El escritor cosechó dos Oscars al mejor guion por El padrino y El padrino II, muchos otros galardones y negocios millonarios. De ahí en adelante, Puzo nunca más firmó un contrato por un monto que no tuviera siete cifras.

En 1971 Mario Puzo se mudó a Hollywood para trabajar en la adaptación cinematográfica de su best seller. Una de esas noches, un millonario lo invitó a cenar al restaurante más exclusivo de Hollywood, Chasen’s. En medio de la comida descubrieron a Sinatra en una de las mesas.

El millonario se apresuró a levantarse a saludarlo y cometió el error de su vida. Le presentó al escritor. “Este es Mario Puzo”, dijo. Sinatra no levantó la cara de su plato. Le dijo que no estaba interesado en saludarlo.

Las películas de El padrino por las que ganó dos Oscars a mejor guion adaptado no fueron los únicos trabajos de Puzo en Hollywood. Escribió, entre otras, las dos primeras Superman, The Cotton Club y Terremoto. También publicó otras novelas en las que el tema de la mafia estaba muy presente. Sin embargo, nunca pudo replicar el éxito de El padrino.

Mario Puzo murió en Nueva York el 2 de julio de 1999. Tenía 78 años

Fuente: telam

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