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10/04/2025

“El carnicero de Londres”: asesinaba a sus víctimas, las bañaba, vestía y convivía con los cadáveres por meses

Fuente: telam

El homicida británico Dennis Nilsen usaba los cuerpo para llenar un vacío emocional. El error que lo delató y la historia del único sobreviviente

>El hedor era insoportable. Brotaba de las cañerías, atravesaba los muros, se instalaba en las habitaciones. En un edificio de departamentos en el norte de Llamaron a un plomero. Lo que encontró, flotando en la grasa estancada de los tubos, no fue una simple obstrucción doméstica. Eran Cuando llegó la policía, el inquilino del departamento número 23 les abrió la puerta con naturalidad. Se llamaba Dennis Nilsen, tenía 37 años, y acababa de volver de la oficina.

Hay más cuerpos por ahí”, dijo. No se defendió. No discutió. Solo enumeró, como si hablara de muebles viejos, los cadáveres que había guardado en el piso, en el ropero, bajo las tablas del suelo, restos en cajas, distribuidos en distintas zonas de la casa, indicó el medio británico The Telegraph.

Así comenzaba a desmoronarse una de las historias criminales más perturbadoras del Reino Unido: la de un asesino que mataba, conservaba los cuerpos para “no quedarse solo”, y los despedazaba cuando la muerte empezaba a pudrirlo todo.

Nació en 1945 en Fraserburgh, un puerto remoto de Escocia. Creció sin padre, ya que se divorció de su madre cuando tenía 3 años y los abandonó. Lo crió su madre en la casa de sus abuelos, y entre todos fue su abuelo, un pescador, quien marcó su infancia con una presencia firme.

Pero ese hombre también fue el primero en desaparecer. Murió en el mar cuando Nilsen tenía seis años. El cuerpo fue devuelto al puerto y exhibido en un ataúd. La escena, en apariencia ritual, lo quebró. Desde entonces, la muerte se convirtió para él en una forma de apego.

No supo, no pudo, o no quiso integrarse a los demás. Adolescente, ya sabía que era homosexual, pero lo ocultaba. No tenía con quién hablarlo. No tenía con quién compartir nada.

Tras 11 años en las fuerzas armadas, abandonó la vida militar. Fue policía durante un breve período y luego comenzó a trabajar como administrativo en una oficina de empleo de Londres.

De día, era metódico, servicial, correcto. De noche, frecuentaba bares gay como el Black Cap, donde buscaba a sus víctimas, indicó The Mirror. Allí pasaba inadvertido y encontraba lo que buscaba: rostros anónimos, jóvenes, apenas mayores de edad o todavía por cumplirla.

El primero en caer en su encanto fue David Gallichan, de 21 años. Fue en 1975, pero no fue una víctima, sino un golpe más para Nilsen.

Según The Telegraph, los encuentros eran breves, casi todos fugaces. Se conocían de noche en un bar y una cama compartida era el gesto mínimo de afecto. Pero al amanecer, cuando el invitado se vestía para irse, algo se rompía. Allí, buscaba evitar lo imposible. Los asfixiaba hasta matarlos.

El deterioro de los cuerpos, sin embargo, siempre llegaba. Entonces, como quien resuelve un problema doméstico, pensaba cómo deshacerse de lo que ya no podía conservar. Lo logró hacer gran parte de las veces, pero una vez cometió un error que reveló todo.

Al principio era un comentario entre vecinos. Un rumor que recorría el edificio como un murmullo: algo raro pasaba en las tuberías. El agua no bajaba y sobre todo, el aire estaba cargado con un olor que no se parecía a nada conocido.

La policía fue alertada. Las pistas no tardaron en confluir hacia un solo departamento en Cranley Gardens, Muswell Hill, donde entonces vivía Nilsen.

La noche del 9 de febrero de 1983, un grupo de oficiales llamó a la puerta. El carnicero atendió con serenidad. No negó nada. No fingió sorpresa. Solo se apartó para dejarlos entrar.

Uno de los agentes notó el aire cargado. Otro preguntó por el origen del olor. Fue entonces cuando Nilsen habló. Sin sobresaltos. Sin evasivas. “Hay más cuerpos por ahí”, dijo. Señaló los lugares.

En la penumbra de un pub del norte de Londres, un joven de apenas 21 años —rostro delicado, cuerpo delgado, ojos grandes— conoció a Nilsen. Se llamaba Carl Stottor. Había llegado desde Blackpool escapando de un pasado áspero, con el deseo de comenzar otra vida. Era su primera noche en la capital.

Según reveló The Telegraph, en el departamento, bebieron más, escucharon música y finalmente el joven aceptó quedarse. No recuerda bien qué pasó después. Sabe que se acostaron, que apenas hubo contacto, y que, en algún momento, el aire se cortó.

Pasaron los meses. Stottor no dijo nada. No fue a la policía. Buscó atención médica. Le diagnosticaron signos de asfixia. El médico que lo revisó incluso le dijo que parecía que alguien había intentado ahogarlo. Él negó. El desconcierto era total. No entendía cómo alguien que lo había querido matar, al mismo tiempo, lo dejó ir como si nada.

No todos tenían una historia documentada. De muchos, Nilsen solo recordaba un gesto, un apodo, un fragmento de rostro que se le aparecía en sueños. Pero hubo algunos que sí pudieron ser identificados. Siete, entre al menos 15, cuyas vidas quedaron fijadas por su encuentro con él.

Eran jóvenes, casi todos sin techo, algunos aún adolescentes. En su mayoría, eran muchachos desplazados por la pobreza, por la falta de red familiar.

Por la mañana, Holmes quiso marcharse. No lo logró. Lo ahorcó con una corbata y luego bajo agua. Luego lo enterró bajo el piso y ocho meses despúes decidió quemarlo en una hoguera en el patio. Su nombre tardó años en conocerse.

Al cadáver, Nilsen lo despedía cada noche con un ritual. “Buenas noches, Ken”, murmuraba antes de devolverlo al escondite bajo las tablas.

William Sutherland, 26 años, cruzó la puerta de Melrose Avenue una noche de agosto. Según Nilsen, lo conoció en el mismo lugar donde trabajaba: el Jobcentre de Piccadilly Circus. Nadie lo buscó hasta años después, en 1983.

En septiembre de 1981, Malcolm Barlow, de 24 años, apareció descompensado frente al edificio. Epiléptico, sin medicación, cayó sobre el muro. Nilsen llamó a una ambulancia. Al día siguiente, Barlow volvió a agradecerle. Tocó el timbre. Nilsen lo hizo pasar y lo estranguló. Fue la última víctima en su primera casa.

Graham Allen, era un padre de 27 años, lo cruzó mientras intentaba tomar un taxi. Lo invitó a cenar y aceptó. Mientras comía un omelette que Nilsen había hecho para él, lo mató.

Melrose Avenue, Cricklewood. Una calle como tantas. Nadie hubiera imaginado que se había cavado una serie de tumbas privadas.

Cavaba de noche, con cuidado, en silencio. A veces quemaba partes en una hoguera improvisada, camuflada entre maderas secas y residuos domésticos. Otras veces los dejaba unos días más en el cobertizo, esperando que la tierra se ablandara.

Cuando llegó el verano, el calor lo obligó a acelerar el proceso. El olor ni siquiera él mismo lo podía soportar, explicaría más tarde, durante el jucicio, según The Mirror. “Llegué a la conclusión de que eran las entrañas, las partes blandas del cuerpo, los órganos, cosas así”, declaró en su momento.

Mientras la prensa británica se sumergía en el escándalo, y las autoridades comenzaban a organizar un juicio sin precedentes, un escritor decidió escribirle a Nilsen en prisión. Se llamaba Brian Masters. Era autor de ensayos sobre filosofía y literatura francesa. No buscaba morbo. Quería entender.

Los encuentros tenían lugar en una sala de visitas de la prisión de Brixton. Cada uno se sentaba a un lado de la mesa. Un guardia observaba desde el fondo. Masters escuchaba. Nilsen hablaba.

Nilsen no buscaba comprensión. Pero tampoco mostraba arrepentimiento. Para él, lo que había hecho era parte de un impulso que no sabía nombrar.

En octubre de 1983, se abrió un caso que ya no necesitaba ser probado. El acusado, había confesado todo. Había entregado nombres, lugares, fechas, métodos.

El veredicto fue unánime. Seis condenas por asesinato. Dos por intento de asesinato. Cadena perpetua. En 2018, murió a los 72 años por una tromboembolia pulmonar, tras ser trasladado al hospital desde la prisión.

Fuente: telam

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