18/02/2025
La mujer que desde 1993 cuida a adultos mayores: “A veces no hace falta decir nada, con sentarse al lado de un abuelo alcanza”

Fuente: telam
Margarita Monroy Surijanovic no conoció a sus abuelos y hace más de treinta años trabaja en el Hogar San Martín, donde asiste a personas de la tercera edad. Con ellos inició un camino de resiliencia que se fortalece desde la confianza y el amor. Su vínculo con la poeta Josefina Arroyo, a quien cuidó como a una madre, y el mejor regalo de Navidad que recibió
>El amanecer la encuentra siempre en el mismo lugar: a las seis de la mañana, cuando muchos aún duermen, Margarita Monroy Surijanovic camina por los pasillos del Hogar San Martín, ubicado en el barrio La Paternal, Ciudad de Buenos Aires. Lleva más de treinta años trabajando ahí, en contacto diario con la vejez, con el abandono, con la memoria que se apaga y los cuerpos que ceden ante el tiempo. Ella conoce muy bien cada una de las historias que hay detrás de esas miradas, cada gesto, cada cabeza gacha o apoyada contra una ventana que espera una visita que nunca llega. “A veces no hace falta decir nada, con sentarse al lado de un abuelo y quedarse en silencio alcanza”, dice con la certeza de quien ya vio demasiadas desilusiones.
A pesar del cansancio, de los viajes diarios durante la madrugada en tren desde San Miguel, de los días en los que le duelen las rodillas, Margarita sigue ahí. Porque en el peor momento, encontró en el otro su refugio, su propósito. “Pensé que era la persona que más sufría en el mundo hasta que me di cuenta de que había mucho más dolor a mi alrededor y yo no estaba haciendo nada”.
Entre sus recuerdos, hay nombres y rostros que nunca olvida como el de Josefina Arroyo, la escritora que vivió sus últimos años en el hogar, que nunca la llamó por su nombre, pero que le manifestó un amor inigualable; el abuelo Menéndez, quien para una Navidad le regaló el único tesoro que tenía y por el que tanto tiempo había esperado y, sobre todo, recuerda a ese abuelo que, sin saberlo, la sacó de su dolor: el primero al que bañó, en un acto que la marcó para siempre. Margarita no solo los cuida, les devuelve la dignidad a quienes el tiempo, algunas familias y la sociedad dejaron atrás.Cuando define su tarea, cuenta que los asistentes gerontológicos prestan servicios especializados en prevención, acompañamiento, apoyo, contención y asistencia en las actividades básicas de la vida diaria de las personas mayores. Ella trabaja en uno de los hogares de la Ciudad, donde se alberga a un total de 1.097 personas.Margarita nació en San Miguel, provincia de Buenos Aires. Es hija de inmigrantes chilenos que cruzaron la cordillera por amor y llegaron a Argentina en 1959. “Mi mamá era jovencita y se escapó con mi papá para vivir su historia de amor. Además, acá había trabajo y una vida por hacer”, cuenta. Creció sin más familia que sus padres y sus hermanos, Juan Alberto y Roxana. No tuvo abuelos, ni tíos, ni primos, pero estuvo rodeada de vecinos que se convirtieron en su tribu. “Nos criamos con los amigos de mis padres. Nos salvó el vínculo con la gente”, recuerda.Por esos años, su vida parecía encaminada a ser algo diferente. Se casó joven, con la idea de construir un hogar tradicional, pero todo cambió cuando su esposo, colectivero, la abandonó con su hijo pequeño por una mujer más joven. “Yo era una Susanita”, dice con ironía. “Quería mi casita, mi familia, todo perfecto. Pero la vida no era así”, admite.De golpe, se encontró sola con su hijo de cinco años y sin trabajo. No sabía qué hacer ni cómo hacerlo. Había tenido distintos trabajos sin futuro y la desesperación la llevó a mantenerse en otros que le ofrecieron. “No tenía experiencia en nada, pero conseguí fue un contrato para trabajar para el Gobierno de la Ciudad como mucama en el Hogar San Martín”.Con la angustia de su separación, Margarita, que tenía 26 años, no podía ver salida de ese pozo. Su presente estaba afectado por la tristeza del abandono del hombre que un día fue el centro de su existencia. El engaño le dolió demasiado y no podía ver más allá de su pena y enojo. Hasta que un día vio, por primera vez, a los residentes de la sala donde trabajaba.
“Era verano, hacía un calor terrible. Un señor muy anciano me dice: ‘Cómo está, señora, qué calor hace’. Yo le dije que sí, que mucho, y él me respondió: ‘Pero yo no tengo mis cosas, mis hijos me dejaron y no me trajeron nada’... Lo dejaron sin nada y se fueron... ¡Ahí entendí todo!”, admite.Ese momento fue un antes y un después en su vida. “Ahí dejé de pensar en mí. De pronto, yo no era la mujer abandonada, yo no era la que sufría. Ellos sí sufrían. Y yo podía hacer algo”. Desde entonces, nunca dejó de hacerlo. Aprendió a cortar uñas, a cambiar pañales, a peinar, a buscar ropa donada.
“Se convirtió en mi vida. No es solo un trabajo. Hay días en los que una palabra, una caricia, cambia la jornada de una persona”, asegura la mujer que pasó por todos los puestos y que se jubilará como coordinadora de turno aunque siempre se considerará cuidadora.Margarita cuenta algunas anécdotas que vivió en sus más de 30 años en el Hogar San Martín, ubicado en la calle Warnes al 2600. Habla de dos residentes que dejaron huellas imborrables. Como Menéndez, un abuelo al que cada seis meses lo visitaba la hermana y le llevaba un tarro de dulce de leche repostero, y eso era lo único que él esperaba.
“Él tenía un retraso madurativo y tenía la mitad del cuerpo paralizado, y peleaba mucho conmigo porque nunca se quería bañar. Y a veces, yo le mentía diciendo que iba a venir la hermana y que tenía que bañarse así podía prepararlo... Después no llegaba la hermana y se enojaba. Un día, en Navidad, me dio un pelota grande de papel de diario y me dijo: ‘Ábralo a la medianoche’. Cuando lo abrí en casa, ¡era su dulce de leche! Lo más valioso que él tenía y me lo regaló”, cuenta y se quiebra, admitiendo que siempre en estos 32 años fue tener que irse cada 24 de diciembre.Margarita se emociona, se quiebra y pide disculpas “por las emociones”. Su relato cala hondo. Intentando explicar el por qué de sus lágrimas, resume: “Ellos me respaldaron cuando yo más lo necesité”. Suspira profundo y cuenta que la marcó y dejó una herida en su corazón al morir fue Josefina Arroyo, la poeta que llegó al hogar con una actitud desafiante.
“No quería que nadie la tocara, se peleaba con los cuidadores”, recuerda. Hasta que una noche de tormenta, cuando Margarita estaba de guardia, Josefina se acercó a ella. “Me dijo que estaba aburrida, que quería tomar un café y que no había agua caliente... Le dije que tenía una pava eléctrica, preparé un café y hablamos. Yo no sabía nada de su vida... Me contó que había estado dos años internada en el Hospital Piñeiro, que un cura la sacó de ahí y la llevó al hogar; que ella pensaba que ya estaba para morirse porque le daban la comida en la cama, le daban de comer en la boca. Le pregunté si tenía familia y responde que no... Le pregunté si había alguien que pudiera visitarla. ‘Siempre tuve muchas amigas, pero que no saben que estoy acá. Son todas escritoras, pero como enfermé, desaparecí hace dos años y nadie sabe que estoy acá’, me cuenta. Le pedí sus nombres para buscarlas por Facebook y me dice: María Kodama... Y le digo que no, como descreyendo porque era una persona pública, y entonces cuenta que había sido escritora, que había dirigido cafés literarios donde iban Borges y Kodama”.En noviembre de 2022, la Legislatura porteña la declaró Personalidades Destacadas en el ámbito de la Cultura. Josefina fundó el Café Literario de Buenos Aires en 1974, que se celebró todos los lunes a las 21 en Pasaje Bollini y Pacheco de Melo, detrás del Hospital Rivadavia. Desde allí difundió la obra de poetas a través de charlas y lectura de sus propios escritos. Algunos de sus invitados fueron Olga Orozco, Marta Albanese, Lydia Lamaison, Luisa Vehil, Elsa Berenguer, María Kodama y Atilio Castelpoggi. Fue autora de los libros “Con el alma por la calle” (1980), “Mar Azul. Cielo Azul. Blanca Vela” (1999) y “Poetas – Antología 1946-2006″ (2007).
Margarita ama su tarea, que no lo toma como un trabajo porque “no es cumplir el horario e irse”. Para ella, estar con sus abuelos, como les dice, es una gesta de amor, por eso anhela que se vuelvan a abrir los voluntariados en todos los hogares para que quienes lo deseen, puedan colaborar con las cuidadoras pero, sobre todo, darse la oportunidad de pasar tiempo con las personas que aún sabiendo que sus vidas se apagan tienen mucho por dar y contar.
Los asistentes gerontológicos brindan acompañamiento, asistencia y apoyo a las personas mayores en sus actividades diarias. Su labor incluye higiene, alimentación, administración de medicamentos, traslado a citas médicas y estimulación cognitiva. “Capacitamos a quienes quieren dedicarse al cuidado de las personas mayores, que se reciben de asistentes gerontológicos para el ámbito público como privado”, cuenta Lorena Spina, Gerente Operativa de Formación Integral.Los egresados deben registrarse en el Registro Único Obligatorio de Asistentes Gerontológicos, que ya cuenta con 9.000 inscriptos, brindando respaldo a las familias y facilitando la inserción laboral de los trabajadores.
Además, la Ciudad implementa el programa Asistencia Gerontológica Domiciliaria (AGD) para adultos mayores en situación de vulnerabilidad. En 2024 se otorgaron más de 30.000 horas de asistencia, alcanzando en enero de 2025 un total de 560 beneficiarios.“Cualquiera que tenga un tiempito, que esté aburrido, deprimido, que vaya a un hogar. A veces es mucha más la necesidad de afecto que hay y que tienen esas personas que pasan sus últimos años solas. No hace ni que les den un abrazo, con sentarse al lado basta”, finaliza.
Fuente: telam