Miércoles 16 de Julio de 2025

Hoy es Miércoles 16 de Julio de 2025 y son las 11:01 -

06/03/2025

La increíble historia de Catalina de Erauso, la “Monja Alférez”: adelanto del nuevo libro de Florencia Canale

Fuente: telam

La autora argentina bestseller de la novela histórica regresa con “La cruzada”, sobre las aventuras de una mujer que desafió las normas sociales y culturales del siglo XVII para forjar su destino

>Las páginas de La cruzada, el nuevo libro de Florencia Canale, maestra del género de la novela histórica, exploran la vida de Catalina, conocida también como En un acto de transgresión para la época, Catalina optó por vestirse como hombre y vivir bajo una identidad masculina, lo que le permitió experimentar una libertad que de otro modo le habría sido negada. La cruzada, cuyo subtítulo es “Catalina de Erauso: la guerra en el cuerpo, su furia en la piel”, relata un viaje sin rumbo fijo que la llevó a cruzar el Atlántico y participar en conflictos armados en nombre del rey de España.

A continuación, el Capítulo V de La cruzada:

Catalina respiró los aires nuevos con entusiasmo. Una alegría desmedida colmó su espíritu. Y llegó, al fin, la orden de desembarco del gobernador don Alonso de Ribera en manos de su secretario, y la tripulación, en pleno, descendió del barco.

—Buenos días a todos, soy el secretario del Gobernador, el alférez don Miguel de Erauso, y estoy aquí para tomar nombre e informes de cada uno.

Su hermano fue pasando de uno en uno, preguntando nombre y patria, hasta que se le paró enfrente.

—Soy Francisco de Loyola, oriundo del reino de San Sebastián —Catalina mintió a medias.

—¡Pero esto es increíble! Soy de allí, soldado, contadme todo acerca de mi padre y mi madre, Miguel y María, de mis hermanas las grandes, y mi hermanita Catalina, que ya debe haber profesado de monja, que de seguro les conocéis —preguntó Erauso, ansioso.

La joven hizo lo que pudo sin darse a conocer, y calmó la curiosidad de su hermano.

Y hacia allí fue Catalina, quien, aunque hubiera preferido negarse, la acción habría sido imposible. Se sentaron a la mesa y comió bien, como hacía días que no lo hacía.

—Cuéntame más, ¿por qué embarcaste hacia aquí?

—Bravo, Francisco. ¿Y adónde será tu destino?

—Tengo entendido que debo viajar hasta Paicabí. En pocos días partimos hacia allí.

Caminaron algunas calles hasta el Palacio de Gobierno y entraron. Catalina no pudo disimular su asombro, la diferencia entre ese poblado y la Ciudad de los Reyes era sorprendente.

—Excelencia, pido disculpas por importunaros en la comida, pero vengo con una urgencia.

—Menos preámbulo, Erauso —soltó los cubiertos y se apoyó en el respaldo de la silla.

Miguel miró fijo al mandatario, Alonso de Ribera se lo devolvió con creces y suspiró.

Erauso fue a la busca de su mancebo y lo hizo entrar. El Gobernador lo miró de arriba abajo pero desestimó la mudanza. Dijo que no y volvió a atender su plato colmado de delicias. Los hermanos salieron de allí, con la cola entre las patas. Sin embargo, tras unas horas, Alonso de Ribera mandó a llamar a Miguel y le dijo que hiciera lo que le había pedido. Que alojara a su mancebito en su casa y lo integrara a su compañía.

Fueron tiempos apacibles. Pero nada es por siempre y el diablo encontró el resquicio para meter la cola. Los hermanos Erauso vivían juntos en total armonía, desconociendo, uno de ellos, la verdad oculta. Durante casi tres años comieron a la misma mesa, descansaron cada cual en sus habitaciones y salieron a recorrer las calles. Pero llegó esa tarde en que Miguel le solicitó que lo acompañara a casa de doña Margarita, una amiga que era algo más que eso.

La última tarde que habían estado en casa de Margarita, al despedirse, las cosas cambiaron de carril. Como conocía al dedillo la personalidad de su pretendiente, extendió la mano para que se la besara y Miguel cumplió, presto. Llegó el turno de Catalina y cuando esta se le acercó, rápida como un suspiro, Margarita le introdujo una misiva en el bolsillo del coleto.

Y Margarita se despidió. Al día siguiente, Catalina se hizo presente en su casa. En la nota había solicitado, en cambio, su urgida presencia.

—Claro que sí, Margarita.

—Pero qué podría decir yo; Erauso ha vivido tanto y yo tan poco…

Catalina lanzó una carcajada, la joven le pareció graciosa. Y se animó y empezó a contarle, con aderezos de su imaginación, las peripecias vividas, tiempo atrás. Margarita abría los ojos, desbordantes de ansiedad.

—Debería irme ya, Margarita. He pasado una tarde sublime.

—¿Dije algo que no debía? —preguntó Catalina y frunció el ceño.

Catalina buscó la mano pequeña de su amiga para besarla pero, arrebatada, Margarita tomó la delantera, posó, apenas, sus brazos sobre los hombros de su visita y le besó la mejilla.

Y así repitieron los encuentros, algunas veces más. Eran tardes bonitas, de seriedad y chanzas, de risas y confianza.

—Qué extraño lo que dices, Margarita. No deberías inquietarte ante nadie.

Catalina se convirtió en su confidente y se ocupó, con toda diligencia, de mantener ese lugar. Buscaba sosegarla, en cambio, crecía el estado de exaltación de su amiga. Temía, por momentos, que Margarita le confesara su amor, aquello sería demasiado arriesgado.

—¡Te prohíbo que vuelvas a casa de Margarita! ¡Nunca más! Le dijo con fiereza en la mirada. Catalina asintió y juró no volverlo a hacer. Sin embargo, confió demasiado y una tarde, sintiéndose a resguardo, se dirigió a lo de su amiga prohibida.

Catalina aulló de dolor y uno de los golpes la hirió en una mano. No le quedó opción y debió defenderse. Los hermanos se trenzaron en una gresca colosal. El ruido fue tal que empezó a aglomerarse la gente, hasta que llegó el capitán Francisco de Aillón y metió un poco de paz.

Un portazo la asustó. El Gobernador, puesto sobre aviso, entró como tromba, dispuesto a todo.

—Dejadlo, Excelencia, no ha sido para tanto.

—Pues entonces que vaya al destino que tenía.

Con lo puesto y sin remedio, Catalina fue desterrada.

—¡Venceremos a estos sucios! No debe quedar uno en pie, soldados. A cumplir con nuestro deber —gritó el Gobernador y añó fuerzas.

De noche, Catalina dormía con los calzones puestos, jamás se los quitaba, ni siquiera para asearse. Y cuando se le avecinaba el sangrado, escapaba al monte hasta que pasaba. Incluso se iba unos días antes para evitar que le vieran el pecho más lleno. Se sentía una perra en celo, con los machos detrás oliendo su sangre de hembra. Eso no le impedía llevar adelante unos cuantos rituales. Cada tres noches se azotaba para sostener su devoción, también mantenía las carnes ceñidas con un cilicio, y cuando se encontraba sola, rezaba el oficio de Nuestra Señora.

La joven recibió un mal golpe en una pierna e impulsada por un aullido de dolor, alcanzó al cacique que llevaba la bandera, lo atravesó con una pica y recuperó lo que era suyo. Apretó los ijares de su caballo y salió de la zona de peligro atropellando lo que encontraba en el camino, matando e hiriendo a una infinidad de indios con su espada ancha. Cabalgó y cabalgó, hasta que cayó del caballo muy malherida. Tres flechas habían atravesado su cuerpo y una lanza enemiga le había perforado el hombro izquierdo. Corrieron algunos a socorrerla, entre ellos, su hermano.

Catalina recobró la conciencia y lo vio. La desesperación de su hermano le regaló consuelo y, como si tuvieran vida propia, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Fue elegida para el combate y participó de la batalla de Purén. Catalina fue herida una infinidad de veces, también intervino en demasiadas reyertas con los propios. Era pendenciera, tal vez para encubrir su realidad. Había que parecer entre tantos hombres, poco interesaba ser. Debía demostrar, por demás, que era un soldado valiente y siempre dispuesto para la batalla, y primero para las corredurías y peleas. Fue un actor principal en estos actos varoniles.

El enfrentamiento fue salvaje, Catalina logró derribarlo y el capitán indio pidió clemencia.

El Gobernador, al enterarse, le quitó la compañía. Le informó que hubiera querido ver con vida al enemigo y le entregó la jefatura al capitán Guillén de Casanova. Será la próxima, en otra ocasión, la primera que llegue, le ofertó don Alonso de Ribera.

Estuvo pocos días allí, vivía perseguida por sus pensamientos. Una tarde, una muesca negra pintada en el horizonte comenzó a hacerse grano hasta que se transformó en el maestre de campo don Álvaro Núñez de Pineda, que traía noticias del Gobernador. Debían regresar al valle de Purén. Catalina reunió sus armas y, junto a otros oficiales y capitanes, emprendió la marcha. Fueron seis meses de azote, quemas y aniquilamientos.

Una noche, Catalina sintió que ya era suficiente, que tanto derramamiento de sangre la había vaciado, que tanto coqueteo con la muerte no la llevaría a buen puerto, que había corrido demasiados riesgos, que tentaba a Dios y al diablo, y sintió miedo. Por primera vez, el temor hizo su aparición estelar.

El Gobernador le permitió regresar a la Concepción, le dispensó un lugar en la compañía de don Francisco Navarrete.

—¡Mentiroso!

—¡Cornudo!

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Y quién sois vos, asesino? —preguntó el auditor, zamarreando a la jugadora.

En el griterío, y los vecinos que entraban y salían, llegó Miguel de Erauso a la casa de juego, se acercó a su hermana y le susurró en vascuence que intentara salvar su vida. Párraga la tomó por el cuello de la ropilla y la arrancó de la silla.

Fuente: telam

Compartir