Ramón Valdez Cora, el sicario y ex policía que tiñó de sangre el Congreso de la Nación
Fuente: telam
Por Ricardo Ragendorfer09-09-2022 | 10:16 Asesinato en el Senado. Ilustración de Osvaldo Révora. Aquella vez el “chumbo” no falló. Pero el sicario se equivocó de blanco: en vez de matar al senador Lisandro de la Torre, envió al Más Allá a su discípulo, el senador electo Enzo Bordabehere. Una confusión del momento. Tal error no impidió que Ramón Valdez Cora se convirtiera en un símbolo de la violencia política durante la Década Infame.
Tal vez su biografía hubiese sido otra de no rubricarse, el 1º de mayo de 1933, el tratado Roca-Runciman, por el cual Gran Bretaña se comprometía a mantener el volumen de las importaciones de carnes argentinas en condiciones similares a las que gozaba Canadá, Australia y Nueva Zelanda. A cambio de ello, la “dictadura constitucional” del general Agustín Pedro Justo otorgaba a los frigoríficos ingleses y norteamericanos el monopolio de las exportaciones en el rubro, además de ventajas comerciales, aduaneras y tarifarias.
Un año y medio después, a instancias del demócrata-progresista De la Torre, el Senado creó una Comisión Investigadora del comercio de las carnes. Y el 23 de julio de 1935 –después de un alegato que le insumió cinco sesiones previas–, éste comenzó a exponer su conclusión.
Es en ese preciso momento cuando Valdez Cora entró a la Historia por la puerta de servicio.
Retrato de un asesino
La reconstrucción policial del momento posterior a los 4 disparos de Valdez Cora. A partir del golpe de Estado de 1930, aquel sujeto sintió que la vida le sonreía. En mérito a su modesto aporte al asunto –haber integrado un grupo de choque del Partido Conservador que apoyó el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen– lo premiaron con un cargo: comisario de la Policía de Buenos Aires.
Poco después fue expulsado de la fuerza. Un contratiempo que él trató de revertir apelando a sus padrinos políticos. Pero, invariablemente, la respuesta fue:
– ¡Imposible, Ramón! No dejaste cagada por hacer.
Los punteros del comité provincial del partido no exageraban, ya que la carrera policíaca del tipo estuvo signada por el ejercicio constante de apremios ilegales, del abuso de poder y del cobro de coimas, entre otras inconductas.
De manera que fue en busca de mejores horizontes a la Capital, aunque sin desvincularse del Partido, cuyos dirigentes porteños lo confinaron a tareas menores y mal pagas: mandadero, guardaespaldas y matón ocasional.
A los 42 años, casado con una mujer sumisa y padre de una adolescente a las que molía a golpes, Ramón fijo con ellas domicilio en un “llotivenco” del barrio de Boedo cuyos alquileres impagos se acumulaban. Mientras tanto, su alcoholismo se acrecentaba a la par de los problemas económicos. Un estrés que solía mitigar con visitas frecuentes a un burdel de la calle Junín.
Dicho sea de paso, allí abonaba sus consumos con la falsa promesa de interceder ante el Gobierno –presionado por la Iglesia para proscribir tanto la trata de “blancas” como el ejercicio mismo de la prostitución–, y así evitar su clausura, en base a los “contactos” oficiales que presumía tener. También le arrancaba algunos billetes a la “madama” del lugar con el propósito –decía– de “acomodar” al funcionario de turno.
Sin embargo, ese tráfico imaginario de influencias no solo se limitaba al mencionado templo del placer sino que además lo esgrimía, por caso, ente el encargado del “llotivenco”, aplazando así su deuda con la ilusoria promesa de conseguirle empleo al hijo. Por temporadas, tales triquiñuelas constituían su único medio de vida.
En medio de aquellos avatares, Valdez Cora siempre calzaba una pistola Webley calibre 32. Era la prolongación de su ser. Y ante toda desavenencia con el prójimo, no dudaba en desenfundarla.
Ese hombre era un polvorín a punto de estallar. De hecho, los jerarcas del Partido lo evitaban, salvo cuando su ominosa intervención en algún temita era estrictamente necesaria. Y ello, de tanto en tanto, solía ocurrir.
"Asesinato en el Senado de la Nación" (1984)
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